Ale
Usuario poco activo
Hola! Lo siguiente es el relato de un sueño que tuve durante mucho tiempo en mi época de adolescente. Hay algunas cosas agregadas o modificadas, pero en su mayoría es "real y fiel" a lo que soñaba. Espero sus opiniones
Abro los ojos. Quisiera decir que estoy de pie en un desierto, pero de hacerlo pecaría de falsedad pues aún en esos lugares desolados hay algo, vivo o muerto. Pero aquí, en este lugar al que volveré varias veces, la nada prevalece.
Como en la mayoría de los sueños, no hay color. Hay un arriba, que no llamo cielo. ¿Cómo podría dar a ese nombre a un lienzo en blanco? Hay un abajo. Le digo suelo, aunque parece idéntico a la superficie por sobre mi cabeza. Hay un horizonte. Y hay luz, la cual no proyecta sombra.
Algo llama mi atención. Volteo para mirar y encontrarme con las figuras. Nunca recordaré cuántas son, ni sabré quiénes son. El tiempo me hará pensar en sus nombres.
Están borrosas. Se van, se alejan. Y yo deseo estar ahí, a su lado. No quiero estar solo.
Intento caminar. No puedo. Mis piernas responden pero parecieran estar pegadas al abajo. Hago un esfuerzo y doy el primer paso. Es como caminar bajo el agua.
El avance es lento. Cada movimiento es más difícil que el anterior. Pareciera que trato de mover extremidades de piedra.
Las figuras se hacen cada vez más chicas. Comienzo a desesperarme. Yo también quiero ir. Y lo curioso, lo extraño, es que no intento llamar su atención, de pedir ayuda a gritos.
El último paso es extenuante. Miro hacia abajo para descubrir que ahora mis piernas son de mármol. Atentando contra lo imposible, trato de avanzar. Y mis piernas estallan.
Caigo. Trato de arrastrarme por la superficie seca del abajo. Siento que se me desgarra el cuerpo. Y ya no tengo fuerzas para avanzar. Aterrado, miro las figuras que ahora son motas a instantes de desvanecerse. Quiero gritar, pero es tarde. Mi boca se abre. De ella solo surge un gorgoteo. Mi lengua está muerta.
Me rindo. Estoy solo en la vacuidad.
No sé cuánto, pues en sueños el tiempo es irregular e imposible de calcular, permanezco boca abajo. No estoy llorando. Sé que espero. Alguien. Algo.
El abajo se estremece. Un sonido, el único que habrá de sentirse, se oye a la lejanía. Consigo sentarme. Veo otra mota. Se acerca rápido.
No quiero que llegue, pero no hay escape.
Apenas un metro nos separa. Nos miramos. Quien haya visto una armadura podrá entenderme cuando digo que eso es lo que está frente a mí. Su sombra flamea como una bandera. La empuñadura de una espada sin hoja descansa a su izquierda.
Tiene muchos nombres. Pienso en el único que conozco y me agrada: Azrael.
El guantelete toma la empuñadura. El fuego que surge de ella toma la forma y el lugar del acero.
Se prepara para dar el golpe.
Y yo soy el blanco.
Despierto. Estoy temblando. Enciendo el velador. Corro las sábanas para comprobar que mis piernas aún están en su lugar, que aún son normales.
Que estoy vivo.
La realidad, que tardo en aceptar, me abraza de nuevo.
Y yo, sin saber que la rechazo con vehemencia, vuelvo a dormir.
Abro los ojos. Quisiera decir que estoy de pie en un desierto, pero de hacerlo pecaría de falsedad pues aún en esos lugares desolados hay algo, vivo o muerto. Pero aquí, en este lugar al que volveré varias veces, la nada prevalece.
Como en la mayoría de los sueños, no hay color. Hay un arriba, que no llamo cielo. ¿Cómo podría dar a ese nombre a un lienzo en blanco? Hay un abajo. Le digo suelo, aunque parece idéntico a la superficie por sobre mi cabeza. Hay un horizonte. Y hay luz, la cual no proyecta sombra.
Algo llama mi atención. Volteo para mirar y encontrarme con las figuras. Nunca recordaré cuántas son, ni sabré quiénes son. El tiempo me hará pensar en sus nombres.
Están borrosas. Se van, se alejan. Y yo deseo estar ahí, a su lado. No quiero estar solo.
Intento caminar. No puedo. Mis piernas responden pero parecieran estar pegadas al abajo. Hago un esfuerzo y doy el primer paso. Es como caminar bajo el agua.
El avance es lento. Cada movimiento es más difícil que el anterior. Pareciera que trato de mover extremidades de piedra.
Las figuras se hacen cada vez más chicas. Comienzo a desesperarme. Yo también quiero ir. Y lo curioso, lo extraño, es que no intento llamar su atención, de pedir ayuda a gritos.
El último paso es extenuante. Miro hacia abajo para descubrir que ahora mis piernas son de mármol. Atentando contra lo imposible, trato de avanzar. Y mis piernas estallan.
Caigo. Trato de arrastrarme por la superficie seca del abajo. Siento que se me desgarra el cuerpo. Y ya no tengo fuerzas para avanzar. Aterrado, miro las figuras que ahora son motas a instantes de desvanecerse. Quiero gritar, pero es tarde. Mi boca se abre. De ella solo surge un gorgoteo. Mi lengua está muerta.
Me rindo. Estoy solo en la vacuidad.
No sé cuánto, pues en sueños el tiempo es irregular e imposible de calcular, permanezco boca abajo. No estoy llorando. Sé que espero. Alguien. Algo.
El abajo se estremece. Un sonido, el único que habrá de sentirse, se oye a la lejanía. Consigo sentarme. Veo otra mota. Se acerca rápido.
No quiero que llegue, pero no hay escape.
Apenas un metro nos separa. Nos miramos. Quien haya visto una armadura podrá entenderme cuando digo que eso es lo que está frente a mí. Su sombra flamea como una bandera. La empuñadura de una espada sin hoja descansa a su izquierda.
Tiene muchos nombres. Pienso en el único que conozco y me agrada: Azrael.
El guantelete toma la empuñadura. El fuego que surge de ella toma la forma y el lugar del acero.
Se prepara para dar el golpe.
Y yo soy el blanco.
Despierto. Estoy temblando. Enciendo el velador. Corro las sábanas para comprobar que mis piernas aún están en su lugar, que aún son normales.
Que estoy vivo.
La realidad, que tardo en aceptar, me abraza de nuevo.
Y yo, sin saber que la rechazo con vehemencia, vuelvo a dormir.